Pueblos en aislamiento: Equilibrio roto

En el principio caminaban libres por alfombras verdes sin fronteras. Les pertenecían el bosque, el cielo y las estrellas. Después los fueron cercando, arrinconando, hasta que corrieron a refugiarse en la entraña de la selva.

No pueden reclamar: siempre son otros los que hablan por ellos. De vez en cuando son un punto de agenda, o el tema de algún evento internacional, como ha ocurrido en el Segundo Encuentro Regional sobre Pueblos Indígenas en Situación de Aislamiento que organizó el Viceministerio de Cultura.

El objetivo de la reunión ha sido fortalecer las políticas que benefician a estos pueblos, y evaluar los avances en cuanto a la protección de sus derechos. No dudamos de las buenas intenciones, pero el problema es de fondo: la contradicción entre su existencia y el modelo de desarrollo para la Amazonía es insalvable.

Existen. No son una invención de los conservacionistas, un argumento más para frenar la destrucción de la selva. Son los sobrevivientes de una diáspora; los más recios, los más chúcaros, como los cien nantis que viven en aislamiento en el río Timpía. Ésos sí que son de temer, como cuentan los misioneros que en 1970 quisieron establecer contacto con ellos.

No se sabe cuántos son. En el Perú hay 14 grupos. Los tres más grandes se ubican en los ríos Purús, Las Piedras y Manu. De vez en cuando se los ve en la estación seca, cuando se dirigen a las partes bajas de los ríos para cazar, pescar y recolectar. En esa época del año, los ríos bajan y se forman amplias playas de arena blanca en las que arman sus campamentos. Solo necesitan unos cuantos palos y algunas hojas para construir sus carpas improvisadas. El resto del año viven en chozas precarias —no tienen la costumbre de construir malocas— porque siguen siendo nómades cazadores y recolectores en constante movimiento.

Una buena medida estatal ha sido la de establecer cinco reservas territoriales para que puedan desplazarse con cierta holgura por los bosques y pescar en el borde de los ríos sin ser molestados ni espiados, y así puedan llevar a cabo las actividades que aseguren su sobrevivencia.

Pero eso no amengua la situación cada vez más delicada en la que viven. El inmenso territorio no lo era tanto y cada vez se va congestionando, lo que implica apretujarse y enfrentarse. Los matsiguenkas de Tayacome y Yomobato, del Parque Nacional Manu, duermen en torno a una fogata haciendo guardia. En varias oportunidades, durante la noche, grupos de indígenas aislados se han acercado a sus viviendas armados de flechas y con antorchas prendidas, dispuestos a quemar sus viviendas. Antes había una convivencia pacífica, pero ahora suelen enfrentarse cuando se ven forzados a abandonar sus territorios por invasiones externas. Se desplazan por rutas diferentes a las que usaban, y es ahí cuando empiezan a chocar con otros grupos.

La colonización, las empresas de hidrocarburos, las carreteras, los madereros, los mineros, los cazadores, los operadores turísticos, los investigadores, los narcotraficantes y una sarta de aventureros han tomado la Amazonía por asalto y ni siquiera respetan las normas de las reservas. Causa hasta ternura encontrarse con dos guardaparques resguardando semejante vastedad desde sus puestos de vigilancia (unas casetas de madera en las que se protegen del calor). Al costado cuelgan unos carteles enmohecidos que prohíben la entrada a las reservas sin el permiso correspondiente.

El pueblo Mashco Piro está amenazado por aventureros que sueñan con los tesoros del Paititi. A ellos se les suman las empresas de cine y televisión de otros países que buscan realities cada vez más exóticos y extravagantes. Los grupos de expedicionarios con fines científicos también incumplen las normas. Y ni qué se diga de los guías informales de turismo que se internan cada vez más adentro para satisfacer a clientes ávidos de emociones fuertes. Uno fue tan audaz que llegó a la parte media del río Piñi Piñi. Unos días después se reportó una emergencia debida a un brote epidémico de neumonía en una de las comunidades.

El Estado actúa de manera esquizofrénica. Crea reservas y después otorga concesiones mineras y petroleras en esos mismos territorios, con lo que produce una situación de total desconcierto y de abuso por parte de los más poderosos (o inescrupulosos). En el año 2006, el Congreso aprobó la Ley de Protección de los Pueblos en Aislamiento, que por un lado les reconoce ciertos derechos y, por el otro, oficializa la ejecución de actividades hidrocarburíferas en sus territorios. Por ejemplo, en la Reserva Territorial Isconahua hay concesiones mineras, y además se está ejecutando el proyecto de interconexión vial Brasil-Pucallpa. En la Reserva Murunahua está el lote hidrocarburífero 110, y en la Reserva Madre de Dios, el lote 113. Como no hay compatibilidad entre la idea de progreso de los diferentes gobiernos y la sobrevivencia de los pueblos en aislamiento, esta ley es, en la práctica, su partida de defunción.

El gas

Hace tiempo que Lima parece demolida por palas y combas, asfixiada por el terral de miles de construcciones a medio terminar, tomada por las retroexcavadoras y camiones que se han apoderado de las calles, ensordecida por el ruido de los taladros. Las avenidas son ahora inmensas zanjas abiertas en las que se colocan las redes de tuberías subterráneas que llevarán el gas natural a (¿todos?) los hogares. Cálidda hermana a la capital y a la remota Reserva Territorial Nahua Kugapakori, ubicada en la selva del Cusco.

En el año 2002 se inició allí el megaproyecto Gas de Camisea, que motivó la imposición de una serie de condiciones por parte del Banco Interamericano de Desarrollo a la empresa operadora y al gobierno peruano. Esa misma contaminación sonora y visual que viven los limeños la sufrieron los indígenas, pero potenciada por los ecos y reverberaciones del bosque. Han pasado más de 10 años y lo que ocurrió a miles de kilómetros de la capital afectó de manera determinante la vida de las poblaciones.

La exploración y explotación de los lotes que con tanta celeridad otorga el Estado produce un imparable temblor de tierra cada vez que se perfora un pozo. Las excavaciones y el trazado de líneas de conducción del gas tumban árboles y forman lodazales. El ruido imparable de los helicópteros que atraviesan el cielo asusta a los pueblos en aislamiento o contacto inicial, y a los animales que viven en el monte. Los ríos se congestionan y se contaminan por la navegación incesante de las embarcaciones de las empresas petroleras que llevan víveres y una diversidad de objetos a sus campamentos. El traslado de enormes tubos, la instalación de los tanques de almacenaje, la construcción del gasoducto y de la planta separadora de gas son operaciones invasivas y destructivas que se realizan muy cerca de los campamentos ancestrales. Como no podía ser de otra manera, esto ha producido entre los pobladores aislados un fuertísimo estrés e irritabilidad.

La colonización, las empresas de hidrocarburos, las carreteras, los madereros, los mineros, los cazadores, los operadores turísticos, los investigadores, los narcotraficantes y una sarta de aventureros han tomado la Amazonía por asalto y ni siquiera respetan las normas de las reservas.

Los contactados

Cuando los extraños van abriendo trocha a punta de machetazos, atravesando las enredaderas de lianas y la espesura del follaje hasta penetrar en las profundidades del bosque, suelen encontrarse con dos tipos de habitantes: el que ha establecido algún tipo de contacto (inicial, esporádico o permanente), y el que se aísla y huye más adentro. El primero anda vestido, generalmente con shorts y polos raídos que le regalan o venden por centavos. Se diferencia de su hermano indomable porque tiende a quedarse por más tiempo en un mismo lugar, y por ello construye malocas para refugiarse, acude al puesto de salud más cercano y ha creado anticuerpos frente a ciertas enfermedades, está en proceso de conversión a alguna fe, dependiendo de cuál Iglesia haya llegado primero.

Lo que suele pasar con los que establecen contacto inicial es que terminan como los pordioseros del barrio. Es conocido el caso de los isconahuas que fueron contactados por una Misión evangélica, en lo más enmarañado de la selva de Ucayali. Eran felices a su manera. Se juntaban en los veranos y bailaban libremente. Cuando vieron que las avionetas volaban cada vez más bajo y les tiraban víveres como si fueran animales a los que hay que domesticar, un grupo aproximado de 100 decidió huir selva adentro. El resto se quedó y se sometió a la nueva religión de los pastores norteamericanos. Los cinco que lograron sobrevivir a las diarreas y neumonías viven dispersos en comunidades míseras cercanas a Pucallpa.

En el año 1990, la Mobil se instaló en una zona cercana a Alto Piedras en Madre de Dios, y generó un ambiente ruidoso e invasivo. La empresa se retiró seis años después e inmediatamente ingresaron los madereros ilegales dispuestos a arrasar con los árboles de caoba. En el año 2002 había más de 6 mil madereros ilegales en el lugar. Alrededor de 1.500 botes y 500 balsas transportaban 6.700 m3 de madera por el río. Así de feroz y de veloz es el cambio de hábitat y la destrucción.

¿Dónde se refugiaron los pobladores de ese bosque? Algunos se quedaron; otros huyeron. Siempre los que se quedan tratan de adecuarse a las reglas de la civilización y del mercado, pero son estafados y terminan contando centavos. Los del río Piñi Piñi, que mantienen relaciones ocasionales con algunos comuneros de Santa Rosa de Huacaría, hacen trueques y reciben pequeños objetos de metal que los fascinan como hace siglos se maravillaban con los espejitos de los conquistadores.

La triste historia del pueblo Harakmbut es narrada por Antonio Iviche, un dirigente que ha sobrevivido al exterminio. Durante la fiebre del caucho, a mediados del siglo XIX, los fieros caucheros se toparon con este pueblo guerrero que se les enfrentó. Entonces no tuvieron mejor idea que pedir el apoyo del Ejército peruano y dispararles con armas de fuego. El siguiente contacto se dio apenas en los años 90. Los nuevos visitantes fueron misioneros que forzaron el encuentro al sobrevolar la zona en sus avionetas y arrojarles machetes, ropa y jabón de lavar. Lograron suavizarlos con sus dádivas. Eran 30 mil y ahora sobreviven 1.500.

Los organismos internacionales se llenan la boca recomendando que las estrategias de contacto inicial se den por etapas para evitar que el impacto en los grupos recién contactados sea demasiado agresivo. Pero ¿cómo se puede controlar a los madereros ilegales y los colonos que llegan a habitar estas tierras? En esos casos no hay el menor remordimiento por sus derechos humanos: o los esclavizan o les disparan.

El Estado cuadra al Estado

El Informe Defensorial 101, elaborado por la Defensoría del Pueblo hace siete años, es el único documento producido por un organismo estatal que denuncia las violaciones de los derechos de los pueblos en aislamiento. Sostiene que esos grupos deben encarar un problema de supervivencia mientras continúen en situación de aislamiento, pues subsisten enteramente gracias a los recursos del bosque.

Para la Defensoría, los madereros ilegales dentro de las reservas territoriales son la mayor amenaza. La tala ilegal produce deforestación y la destrucción de su hábitat. Conforme las maderas valiosas como la caoba y el cedro se van agotando, los destructores avanzan como termitas hacia las partes altas de los afluentes, instalan sus campamentos y construyen trochas que llegan a las cabeceras de los principales ríos. Al verse desprotegidos, los grupos aislados incendian campamentos y se enfrentan, y así se producen los encuentros hostiles que son tan publicitados.

El organismo se pronuncia también sobre la explotación del lote 88 por la empresa Pluspetrol Corporation, que extrae el gas de Camisea. Dice claramente que respetar los límites de la Reserva y los derechos de esos pueblos significaría prohibir la perforación de pozos en tres plataformas (Cashiriari 1 y 3, San Martín 3) y reducir la exploración sísmica que se lleva a cabo en 1.200 km2, para que no se realice dentro del área protegida. (La etapa de exploración es la que da lugar a los encuentros no deseados, porque los equipos de sísmica se introducen en el fondo del bosque.)

Los calatos

Un taparrabo, pelos largos que no conocen cepillo ni shampoo, cuerpos embarrados. Algunos se lo pintan de negro; para otros, unas rayitas como adorno son suficientes. Las fotos muestran a algunos con bigotes. Uno de ellos tiene una “chiva” bien delineada.

No tienen apellido ni DNI. No saben que viven en el Perú ni que hay un presidente. No reciben educación formal ni atención en una posta médica. Cazan con arcos y flechas. Recolectan raíces y huevos de tortuga. Por medio de una engorrosa práctica de frotación de palillos prenden el fuego.

Como vagan de un lado a otro sin saber adónde ir, están desorientados: su espacio ha sido invadido y se reduce cada día que pasa. Algunos grupos han adquirido la práctica de incursionar en las aldeas de los colonos. Son agresivos. Llegan disparando sus flechas y arrojando piedras. Entran en las casas y se llevan las gallinas. Atesoran ciertos objetos: machetes, cuchillos, hachas, ollas, instrumentos de pesca. Para adquirirlos asaltan también los campamentos petroleros y madereros. Les gustan el nylon, las botellas de plástico, el vidrio, la ropa, los cascos y las botas. Estos asaltos son el terror de los pobladores que les disparan de lejos y les llaman “calatos” o “salvajes”.

Su hosquedad ha ido en aumento, porque solo manteniendo su distancia pueden defenderse de las epidemias que los han diezmado. Estos pueblos no cuentan con los anticuerpos para combatir las enfermedades más inofensivas para los occidentales. Una gripe puede causar una epidemia; una hepatitis, la extinción de un pueblo. Según los expertos, las poblaciones indígenas que en el pasado han sido sensibles a las enfermedades virales exógenas requieren de tres a cinco generaciones para estabilizar su respuesta ante determinado agente infeccioso. Por eso en varias poblaciones de contacto reciente las vacunas contra el sarampión no garantizan inmunidad contra esa enfermedad. En las comunidades matsiguenkas en contacto inicial los niños mueren por diarreas. Entre la población nanti del Alto Camisea se produjeron seis brotes de epidemias el año que entró en operaciones el proyecto gasífero. Murieron 22 personas.

Cada vez quedan menos. Su extinción va de la mano con el progreso y la modernidad. Son los últimos aislados de un planeta al cual ya no pertenecen.

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Fuente: Revista Ideele: http://www.revistaideele.com/ideele/content/pueblos-en-aislamiento-equilibrio-roto.  / 

Por Patricia Wiesse

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